Palimpsesto de un graffiti

“Me, and you.
God only knows it’s not what we would choose to do”.

Pink Floyd – Us and Them.

 

Terminaron de comer y se fueron. Benito había llegado fugazmente; analizó los restos de la mesa, atisbó un pedazo de hamburguesa y se la comió. Aurora ahora lo mantenía boca a bajo mientras vomitaba en el inodoro del baño del centro comercial. Lo llevaba todos los días al medio día y en la noche para que llenara su estómago. Ella también aprovechaba para no pasar hambre.

Bajó la cadena cuando el vomito amenazó con salirse de la tasa. Benito jadeaba con tempo presto. Le tomó su cabeza y se la secó en su blusa, marcando en ella la expresión de un crucificado. Después de haberse comido el pedazo ya saboreado de hamburguesa, el niño había sentido retorcijones en su estómago. Su madre consideró que sólo sería necesario pedir un poco de papel higiénico; sin embargo, el cuerpo de su hijo reaccionó diferente. El ser humano había perdido la costumbre de subsistir a base de carroña hacía mucho tiempo.

Aurora volvió a utilizar su blusa para limpiarle la boca a Benito. Salió del cubículo, lavó la cara de su hijo y salió del baño de damas. Iba a llamar a una ambulancia. Llegó al teléfono público –al cual le quedaba poco tiempo ya que los diputados acababan de aprobar una ley que los prohibía debido a que afectaban las ganancias de las compañías telefónicas-, buscando las tres monedas de cincuenta. Sólo tenía dos.

Le dio un golpe al aparato, propiciando que cayera al suelo la tecla del número nueve. Benito estaba tirado en una banca a la par, su respiración era lenta. Tenía la mirada perdida, centrada en un punto delirante que sólo él conocía. Pasó un muchacho con un gran que dejaba ver una gran cantidad de cartas y sobres de manila; mientras caminaba, Aura se dio cuenta que llevaba un casco y fue tras él.

– Mi hijo se muere, ayúdeme.

Al hombre no le salió la voz. Veía una mujer que templaba delante suyo con un gran parchón húmedo en el centro de su blusa. Sus ojos lo miraban y, por alguna razón, él escuchaba gritos mudos.

-Entrego esto y la llevo al hospital.

El viento empujaba la cabeza de Aurora hacia atrás y el sol del mediodía le hería sus ojos. No se preocupaba por la acción del astro en los ojos de su hijo: Benito los había cerrado cuando se montaron a la motocicleta. Ella trataba de sostenerlo mientras se agarraba del mensajero. A lo lejos, la torre del hospital crecía y ser acercaba a ellos.

El mensajero aprovechó la entrada de una ambulancia para evadir el control de la seguridad hospitalaria. Dio un brusco freno, deteniendo la motocicleta. Aurora tomó a Benito y se bajó.

– Gracias.

– Llévelo rápido.

La puerta eléctrica se abrió ante la sombra de la madre con su hijo en brazos. El vestíbulo principal era amplio, a su alrededor se observaban escaleras que conducían a los diferentes pisos del hospital. A pesar de la gran cantidad de sillas que se encontraban al frente de la recepción, el lugar estaba vacío. Los veloces pasos de Aurora arruinaban la sedante melodía del piano que sonaba por los parlantes ubicados en cada esquina de las paredes.

– Bienvenida al Hospital St. Pierre, ¿en qué le podemos ayudar?

– ¡Un doctor! ¡Mi hijo se muere! ¡Le duele el estómago!

– ¿Me podría dar un número de cuenta bancaria o su número de seguro social?

– ¡No tengo! Por favor, ¡llame a un médico!

– En ese caso no podemos atenderla, señora. Necesitamos un respaldo para la factura final.

– ¡Pero es mi hijo!

– Si su hijo tampoco tiene cuenta bancaria o seguro, no podemos atenderlo.

Aurora se quedó congelada unos instantes sin encontrar apoyo en sus cuerdas vocales, sin poder reaccionar; acomodó a Benito en su hombro y se fue desesperada, como si fuera a encontrar ayuda afuera. Al salir, el sol la obligó a bajar su mirada. En ese momento, se percató de las muchas personas tiradas en el suelo. Habían ancianos, mujeres tuertas, niños casi desnudos, todos se arremolinaban en torno a las puertas del vestíbulo del hospital. Su preocupación no la había dejado ver eso ni tampoco escuchar los lamentos de diferentes tonalidades cuando entró al lugar.

Sintiéndose imposibilitada, optó por sentarse en la acera que daba a un amplio parqueo. Veía las gotas de sudor que viajaban a través de la cara de su hijo hasta llegar a su barbilla y caer. Negó su absurdo. Prefirió ver fijamente el carro dorado de la última fila. Lo contemplaba, nada más. Si pensaba en Benito se daría cuenta que no podía hacer nada.

– Oiga, señora, a su hijo le pasa algo.

Era un vendedor ambulante. El hombre era viejo y tenía una gran barriga, como si su miseria se hubiera concentrado allí. Llevaba una camisa desteñida abierta que dejaba ver su peludo pecho. Cargaba en su brazo una hielera enorme.

– Parece que tiene sed. Yo le puedo dar una Coca-Cola. Eso sí, tiene como una semana de vencida; allá usted si se la da. Esa gente no me compra nada. Sólo esperan a que alguien salga para que les dé algo.

El hombre abrió su hielera y sacó la botella. Se la dio a Aurora. Ella la abrió y le pegó un gran sorbo.

– Déjele algo al niño. ¡Ay, señora! Si fuera por esa gente me muero de hambre. Son los visitantes que siempre me compran algo. Le llevan cosas a …

Aurora intentó abrirle la boca a su hijo, pero estaba tiesa. Lo movió fuertemente, pero no respondía. Se acercó y escuchó una lenta respiración. Lo tomó por su espalda y le dio unas palmadas, recordando, inconscientemente, cuando Benito era bebé y le sacaba los cólicos. Su hijo no reaccionaba: estaba en coma.

– Señor, necesito que se quede aquí con mi hijo. Por favor, cuídelo mientras entro.

– ¿Tiene un número de cuenta o de …

– ¡Sólo cuídelo! ¡Se lo ruego, por favor!

El vendedor puso su hielera en la acera y se sentó encima de ella. Aurora corrió hacia las puertas del vestíbulo del hospital como si fuera a embestirla. Las puertas se abrieron: entró y siguió corriendo hasta subir por unas escaleras. Subía y subía mientras escuchaba un escándalo detrás de ella. Sintió el resonar de unos pasos en las escaleras; se volteó y vio a tres guardas de seguridad tratando de alcanzarla. No sabía cuantos pisos llevaba, por lo que decidió dejar de subir escaleras y correr por un pasillo. Muchas habitaciones pasaban destellando a su lado, habitaciones en la que podía estar siendo atendido Benito. Sabía que en cualquier momento los guardas caerían encima suyo. Observó una baranda a lo lejos. Corrió con todas sus fuerzas. Llegó al borde. Se dio cuenta que se encontraba cinco pisos arriba del vestíbulo. Los guardas de seguridad le gritaban. Aurora se puso de pie sobre la baranda.

– ¡Señora, bájese ya!

– Si no atienden a mi hijo, me tiro.

Un médico entró corriendo a la escena. Rápidamente, un guarda de seguridad le susurró unas palabras en su oído. Mientras tanto, observaba a una mujer harapienta y sucia subida en la baranda nítida de su hospital. Tendrán que limpiarla y pulirla cuando la vieja se baje –pensó.

– Señora, por favor, no haga nada tonto.

– ¡Mi hijo se muere!

– Piense bien las cosas, señora. No va a arreglar las cosas así.

– ¡Usted si puede arreglar las cosas! ¡Usted es un doctor! ¡Misericordia, por favor! ¡Mi hijo … se muere … mi hijo!

– Bájese para hablar.

– ¡Ayúdeme!

Ante una audiencia de tres guardas de seguridad armados y un médico encorbatado, Aurora decidió acabar con su actuación. No le habían prometido nada respecto a atender a su hijo, incluso podían llamar a la policía, pero confió en su humanidad aunque fuera una apuesta muy riesgosa. Un guarda la ayudó a bajarse. Ella lo siguió abrazando fuertemente hasta que el médico se le acerco.

– ¿Dónde está su hijo?

– Afuera, en el parqueo.

– Porras, por favor avise a enfermería que manden una camilla al parqueo.

Aurora había aprendido una valiosa lección de su padre, un vendedor de lotería callejero: la suerte es una puta, se puede comprar pero nunca se sabe cuánto va a durar. Por eso, tenía miedo ya que no sabía que le esperaría a su hijo o a ella.

La primera vez, la enfermera le sonrío; a la quinta, ni la determinaba. Aurora percibía mucho movimiento en la sala de emergencias mientras esperaba en una salita contigua. Tres médicos habían entrado precipitadamente y la enfermera acaba de pasar con una carpeta llena de papeles. Benito estaba adentro. Cuando entró, no respondía a ningún estímulo; de igual forma, ella le dio un beso.

Para no perder la costumbre de una conducta volitiva, se levantó y bloqueó la entrada de la sala de emergencias: no la podrían ignorar. La enfermera la vio; ya no llevaba la carpeta llena de papeles.

– El doctor Patterson quiere hablar con usted.

Entró a la sala guiada por la enfermera. Al fondo, se veía Benito acostado en una cama con un suero intravenoso. Un médico de mediana edad se le acercó y la alejó, tomándola del brazo, a una esquina del lugar.

– Soy John Patterson.

– ¿Qué tiene mi hijo?

– No responde. Señora, por alguna razón los exámenes siempre tienen un error en su aplicación. Los hemos repetido pero parece que el cuerpo de su hijo no se quiere dejar examinar.

– ¿Y qué va a pasar, doctor?

– ¿Su hijo es alérgico al Voltax?

Aurora no sabía que responder. Nunca había llevado a Benito a ninguna clínica, nunca lo había vacunado. ¿Cómo sabría si era alérgico?

– ¿Qué es Voltax?

– Es un medicamento muy fuerte. Digamos que es un veneno para lo malo del cuerpo. A pesar de esto, sigue siendo un veneno. Por eso necesito saber si el niño es alérgico o no.

– No sé.

– En la carta médica del niño aparece.

– Benito no tiene.

Atrás de ellos, se escuchaban los doctores hablar. Era como si lo hicieran en otra lengua, si acaso se podía distinguir que hablaban con palabras. Aurora no tenía traductor.

– ¿Qué pasa si le ponen Voltax?

– La mayoría de las personas alérgicas mueren después de una agonía de varios días debido a los químicos que tiene.

– Doctor, ¿qué puede hacer?

– Nada. Usted tiene que elegir si le aplicamos Voltax o no.

– ¿Hay algo por si Benito es alérgico?

– No puedo prometer nada, señora.

Aurora recordó cuando Benito le preguntó porqué él no iba a la escuela. Pasaban habitualmente por un edificio lleno de niños que jugaban en el patio delantero. Ese día, su hijo pareció querer salir de una incógnita que lo aquejaba desde hacía mucho. Ella sintió un nudo en su garganta, un nudo que le enfriaba su cuerpo. A la escuela van los niños que fueron abandonados por sus papás –le había respondido. Ahora, ella no quería que su hijo la abandonara. La suerte es una puta, es cierto; nada garantiza si su beso sabrá a menta o a cigarro, pero si uno le paga a una puta es porque uno quiere.

– Déle Voltax.

Como para atraer a la fortuna, el doctor Patterson le dio golpecitos a la aguja de la inyección. Seguidamente, la introdujo en el conducto intravenoso que conectaba el brazo de Benito con la bolsa de suero. Aurora observaba de lejos, esperando la reacción de su hijo. Cuando pasaban cerca de ella, los médicos y las enfermeras le daban palmaditas en su espalda.

Patterson tocó la frente de Benito con sus dedos; inmediatamente después, llamó a una enfermera. Esta le trajo una tableta con cuatro inyecciones. Dos médicos más llegaron. Discutían fuertemente; Aurora estaba fija en su hijo inmóvil, en su hijo estático, esperaba que su deseo hiciera que Benito se moviera. Estaba concentrada sólo en su niño, el entorno era un ruido que zumbaba lejos. Olvidó su ser y entró en comunión con él: eran uno solo. De repente, Benito se movió lentamente. Luego, lo hizo agitadamente.

– ¡Llamen al doctor Blanco ya!

Los médicos medían la temperatura del niño con termómetros, salían corriendo de la habitación; Patterson empezó a inyectar, una por una, las cuatro jeringas que le habían traído mientras dos médicos sostenían a Benito. El niño empezó a moverse violentamente; tenía los ojos cerrados, su cuerpo brincaba. Aurora intentó acercarse pero dos enfermeras, que recién habían llegado, la alejaron. La mujer puso todas sus fuerzas para soltarse; empero, las dos funcionarias habían recibido la misión de retenerla y se esmeraban en ello.

Llegó un médico viejo y todos le abrieron campo. Vio cómo dos colegas suyos  sujetaban al niño para que no se cayera de la cama.

– Preparen la sala de cirugías.

Aurora empezó a llorar. Se movía tan violentamente como su hijo, pero las dos enfermeras la repelían. Saboreaba el salobre sabor de las lágrimas en sus labios. Veía a su hijo desde unos pocos metros de distancia. ¿Por qué no lo dejaban morir junto a ella? Sólo quería verlo y sentir su cabello por última vez en la nuca como cuando lo acurrucaba para dormirlo. Estaba tan cerca.

Benito paró de moverse bruscamente. El doctor Patterson le midió el pulso en su garganta. Dio un largo suspiro.

– Está estable.

El niño abrió los ojos tímidamente y se fue incorporando, poco a poco, en la cama. Las enfermeras soltaron a Aurora y ella salió corriendo. Besó a su hijo y lo abrazó profundamente. Ahora ella le dejó un parchón en la camisa, pero esta vez el parchón era de lágrimas.

– Mamá, ¿dónde estamos?

Los médicos le dijeron que Benito no era alérgico al Voltax, simplemente no entendían el por qué de su reacción. Después de que lo pasaron a un cuarto, Aurora aprovechó un momento en que nadie atendía a Benito para llevárselo. Temía que el personal del hospital la fuera a entregar a las autoridades por haber amenazado con matarse para que atendieran a su hijo. Quitó con cuidado la aguja intravenosa, robó la cobija para tapar a Benito y salió furtivamente. Entró al ascensor y decidió que era mejor salir por el parqueo para evitar la recepción del hospital.

Cruzó el parqueo con su hijo montado en su espalda. Vio cómo ahora las personas que mendigaban en las afueras del vestíbulo del hospital habían improvisado un campamento con bolsas de basura y cartones. Benito había caído en un sueño profundo, escuchaba su respiración detrás de ella. Salió de las instalaciones y se montó en el primer bus que los llevara al centro comercial: Benito y ella tenían que comer.

A partir de ese día, a Aurora la invadía un pánico inmenso cuando veía a Benito coger un sándwich mordisqueado de una bandeja recién abandonada. Lo veía moverse ágilmente entre las mesas para que los conserjes no tuvieran tiempo de botar los restos de comida a la basura. Sólo le quedaba distraerse tratando de buscar la mitad de una hamburguesa que alguien hubiera dejado, o toparse con suerte y encontrar una entera.

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