Archivo del Autor: rodrigomunozgonzalez

Palimpsesto de un graffiti

“Me, and you.
God only knows it’s not what we would choose to do”.

Pink Floyd – Us and Them.

 

Terminaron de comer y se fueron. Benito había llegado fugazmente; analizó los restos de la mesa, atisbó un pedazo de hamburguesa y se la comió. Aurora ahora lo mantenía boca a bajo mientras vomitaba en el inodoro del baño del centro comercial. Lo llevaba todos los días al medio día y en la noche para que llenara su estómago. Ella también aprovechaba para no pasar hambre.

Bajó la cadena cuando el vomito amenazó con salirse de la tasa. Benito jadeaba con tempo presto. Le tomó su cabeza y se la secó en su blusa, marcando en ella la expresión de un crucificado. Después de haberse comido el pedazo ya saboreado de hamburguesa, el niño había sentido retorcijones en su estómago. Su madre consideró que sólo sería necesario pedir un poco de papel higiénico; sin embargo, el cuerpo de su hijo reaccionó diferente. El ser humano había perdido la costumbre de subsistir a base de carroña hacía mucho tiempo.

Aurora volvió a utilizar su blusa para limpiarle la boca a Benito. Salió del cubículo, lavó la cara de su hijo y salió del baño de damas. Iba a llamar a una ambulancia. Llegó al teléfono público –al cual le quedaba poco tiempo ya que los diputados acababan de aprobar una ley que los prohibía debido a que afectaban las ganancias de las compañías telefónicas-, buscando las tres monedas de cincuenta. Sólo tenía dos.

Le dio un golpe al aparato, propiciando que cayera al suelo la tecla del número nueve. Benito estaba tirado en una banca a la par, su respiración era lenta. Tenía la mirada perdida, centrada en un punto delirante que sólo él conocía. Pasó un muchacho con un gran que dejaba ver una gran cantidad de cartas y sobres de manila; mientras caminaba, Aura se dio cuenta que llevaba un casco y fue tras él.

– Mi hijo se muere, ayúdeme.

Al hombre no le salió la voz. Veía una mujer que templaba delante suyo con un gran parchón húmedo en el centro de su blusa. Sus ojos lo miraban y, por alguna razón, él escuchaba gritos mudos.

-Entrego esto y la llevo al hospital.

El viento empujaba la cabeza de Aurora hacia atrás y el sol del mediodía le hería sus ojos. No se preocupaba por la acción del astro en los ojos de su hijo: Benito los había cerrado cuando se montaron a la motocicleta. Ella trataba de sostenerlo mientras se agarraba del mensajero. A lo lejos, la torre del hospital crecía y ser acercaba a ellos.

El mensajero aprovechó la entrada de una ambulancia para evadir el control de la seguridad hospitalaria. Dio un brusco freno, deteniendo la motocicleta. Aurora tomó a Benito y se bajó.

– Gracias.

– Llévelo rápido.

La puerta eléctrica se abrió ante la sombra de la madre con su hijo en brazos. El vestíbulo principal era amplio, a su alrededor se observaban escaleras que conducían a los diferentes pisos del hospital. A pesar de la gran cantidad de sillas que se encontraban al frente de la recepción, el lugar estaba vacío. Los veloces pasos de Aurora arruinaban la sedante melodía del piano que sonaba por los parlantes ubicados en cada esquina de las paredes.

– Bienvenida al Hospital St. Pierre, ¿en qué le podemos ayudar?

– ¡Un doctor! ¡Mi hijo se muere! ¡Le duele el estómago!

– ¿Me podría dar un número de cuenta bancaria o su número de seguro social?

– ¡No tengo! Por favor, ¡llame a un médico!

– En ese caso no podemos atenderla, señora. Necesitamos un respaldo para la factura final.

– ¡Pero es mi hijo!

– Si su hijo tampoco tiene cuenta bancaria o seguro, no podemos atenderlo.

Aurora se quedó congelada unos instantes sin encontrar apoyo en sus cuerdas vocales, sin poder reaccionar; acomodó a Benito en su hombro y se fue desesperada, como si fuera a encontrar ayuda afuera. Al salir, el sol la obligó a bajar su mirada. En ese momento, se percató de las muchas personas tiradas en el suelo. Habían ancianos, mujeres tuertas, niños casi desnudos, todos se arremolinaban en torno a las puertas del vestíbulo del hospital. Su preocupación no la había dejado ver eso ni tampoco escuchar los lamentos de diferentes tonalidades cuando entró al lugar.

Sintiéndose imposibilitada, optó por sentarse en la acera que daba a un amplio parqueo. Veía las gotas de sudor que viajaban a través de la cara de su hijo hasta llegar a su barbilla y caer. Negó su absurdo. Prefirió ver fijamente el carro dorado de la última fila. Lo contemplaba, nada más. Si pensaba en Benito se daría cuenta que no podía hacer nada.

– Oiga, señora, a su hijo le pasa algo.

Era un vendedor ambulante. El hombre era viejo y tenía una gran barriga, como si su miseria se hubiera concentrado allí. Llevaba una camisa desteñida abierta que dejaba ver su peludo pecho. Cargaba en su brazo una hielera enorme.

– Parece que tiene sed. Yo le puedo dar una Coca-Cola. Eso sí, tiene como una semana de vencida; allá usted si se la da. Esa gente no me compra nada. Sólo esperan a que alguien salga para que les dé algo.

El hombre abrió su hielera y sacó la botella. Se la dio a Aurora. Ella la abrió y le pegó un gran sorbo.

– Déjele algo al niño. ¡Ay, señora! Si fuera por esa gente me muero de hambre. Son los visitantes que siempre me compran algo. Le llevan cosas a …

Aurora intentó abrirle la boca a su hijo, pero estaba tiesa. Lo movió fuertemente, pero no respondía. Se acercó y escuchó una lenta respiración. Lo tomó por su espalda y le dio unas palmadas, recordando, inconscientemente, cuando Benito era bebé y le sacaba los cólicos. Su hijo no reaccionaba: estaba en coma.

– Señor, necesito que se quede aquí con mi hijo. Por favor, cuídelo mientras entro.

– ¿Tiene un número de cuenta o de …

– ¡Sólo cuídelo! ¡Se lo ruego, por favor!

El vendedor puso su hielera en la acera y se sentó encima de ella. Aurora corrió hacia las puertas del vestíbulo del hospital como si fuera a embestirla. Las puertas se abrieron: entró y siguió corriendo hasta subir por unas escaleras. Subía y subía mientras escuchaba un escándalo detrás de ella. Sintió el resonar de unos pasos en las escaleras; se volteó y vio a tres guardas de seguridad tratando de alcanzarla. No sabía cuantos pisos llevaba, por lo que decidió dejar de subir escaleras y correr por un pasillo. Muchas habitaciones pasaban destellando a su lado, habitaciones en la que podía estar siendo atendido Benito. Sabía que en cualquier momento los guardas caerían encima suyo. Observó una baranda a lo lejos. Corrió con todas sus fuerzas. Llegó al borde. Se dio cuenta que se encontraba cinco pisos arriba del vestíbulo. Los guardas de seguridad le gritaban. Aurora se puso de pie sobre la baranda.

– ¡Señora, bájese ya!

– Si no atienden a mi hijo, me tiro.

Un médico entró corriendo a la escena. Rápidamente, un guarda de seguridad le susurró unas palabras en su oído. Mientras tanto, observaba a una mujer harapienta y sucia subida en la baranda nítida de su hospital. Tendrán que limpiarla y pulirla cuando la vieja se baje –pensó.

– Señora, por favor, no haga nada tonto.

– ¡Mi hijo se muere!

– Piense bien las cosas, señora. No va a arreglar las cosas así.

– ¡Usted si puede arreglar las cosas! ¡Usted es un doctor! ¡Misericordia, por favor! ¡Mi hijo … se muere … mi hijo!

– Bájese para hablar.

– ¡Ayúdeme!

Ante una audiencia de tres guardas de seguridad armados y un médico encorbatado, Aurora decidió acabar con su actuación. No le habían prometido nada respecto a atender a su hijo, incluso podían llamar a la policía, pero confió en su humanidad aunque fuera una apuesta muy riesgosa. Un guarda la ayudó a bajarse. Ella lo siguió abrazando fuertemente hasta que el médico se le acerco.

– ¿Dónde está su hijo?

– Afuera, en el parqueo.

– Porras, por favor avise a enfermería que manden una camilla al parqueo.

Aurora había aprendido una valiosa lección de su padre, un vendedor de lotería callejero: la suerte es una puta, se puede comprar pero nunca se sabe cuánto va a durar. Por eso, tenía miedo ya que no sabía que le esperaría a su hijo o a ella.

La primera vez, la enfermera le sonrío; a la quinta, ni la determinaba. Aurora percibía mucho movimiento en la sala de emergencias mientras esperaba en una salita contigua. Tres médicos habían entrado precipitadamente y la enfermera acaba de pasar con una carpeta llena de papeles. Benito estaba adentro. Cuando entró, no respondía a ningún estímulo; de igual forma, ella le dio un beso.

Para no perder la costumbre de una conducta volitiva, se levantó y bloqueó la entrada de la sala de emergencias: no la podrían ignorar. La enfermera la vio; ya no llevaba la carpeta llena de papeles.

– El doctor Patterson quiere hablar con usted.

Entró a la sala guiada por la enfermera. Al fondo, se veía Benito acostado en una cama con un suero intravenoso. Un médico de mediana edad se le acercó y la alejó, tomándola del brazo, a una esquina del lugar.

– Soy John Patterson.

– ¿Qué tiene mi hijo?

– No responde. Señora, por alguna razón los exámenes siempre tienen un error en su aplicación. Los hemos repetido pero parece que el cuerpo de su hijo no se quiere dejar examinar.

– ¿Y qué va a pasar, doctor?

– ¿Su hijo es alérgico al Voltax?

Aurora no sabía que responder. Nunca había llevado a Benito a ninguna clínica, nunca lo había vacunado. ¿Cómo sabría si era alérgico?

– ¿Qué es Voltax?

– Es un medicamento muy fuerte. Digamos que es un veneno para lo malo del cuerpo. A pesar de esto, sigue siendo un veneno. Por eso necesito saber si el niño es alérgico o no.

– No sé.

– En la carta médica del niño aparece.

– Benito no tiene.

Atrás de ellos, se escuchaban los doctores hablar. Era como si lo hicieran en otra lengua, si acaso se podía distinguir que hablaban con palabras. Aurora no tenía traductor.

– ¿Qué pasa si le ponen Voltax?

– La mayoría de las personas alérgicas mueren después de una agonía de varios días debido a los químicos que tiene.

– Doctor, ¿qué puede hacer?

– Nada. Usted tiene que elegir si le aplicamos Voltax o no.

– ¿Hay algo por si Benito es alérgico?

– No puedo prometer nada, señora.

Aurora recordó cuando Benito le preguntó porqué él no iba a la escuela. Pasaban habitualmente por un edificio lleno de niños que jugaban en el patio delantero. Ese día, su hijo pareció querer salir de una incógnita que lo aquejaba desde hacía mucho. Ella sintió un nudo en su garganta, un nudo que le enfriaba su cuerpo. A la escuela van los niños que fueron abandonados por sus papás –le había respondido. Ahora, ella no quería que su hijo la abandonara. La suerte es una puta, es cierto; nada garantiza si su beso sabrá a menta o a cigarro, pero si uno le paga a una puta es porque uno quiere.

– Déle Voltax.

Como para atraer a la fortuna, el doctor Patterson le dio golpecitos a la aguja de la inyección. Seguidamente, la introdujo en el conducto intravenoso que conectaba el brazo de Benito con la bolsa de suero. Aurora observaba de lejos, esperando la reacción de su hijo. Cuando pasaban cerca de ella, los médicos y las enfermeras le daban palmaditas en su espalda.

Patterson tocó la frente de Benito con sus dedos; inmediatamente después, llamó a una enfermera. Esta le trajo una tableta con cuatro inyecciones. Dos médicos más llegaron. Discutían fuertemente; Aurora estaba fija en su hijo inmóvil, en su hijo estático, esperaba que su deseo hiciera que Benito se moviera. Estaba concentrada sólo en su niño, el entorno era un ruido que zumbaba lejos. Olvidó su ser y entró en comunión con él: eran uno solo. De repente, Benito se movió lentamente. Luego, lo hizo agitadamente.

– ¡Llamen al doctor Blanco ya!

Los médicos medían la temperatura del niño con termómetros, salían corriendo de la habitación; Patterson empezó a inyectar, una por una, las cuatro jeringas que le habían traído mientras dos médicos sostenían a Benito. El niño empezó a moverse violentamente; tenía los ojos cerrados, su cuerpo brincaba. Aurora intentó acercarse pero dos enfermeras, que recién habían llegado, la alejaron. La mujer puso todas sus fuerzas para soltarse; empero, las dos funcionarias habían recibido la misión de retenerla y se esmeraban en ello.

Llegó un médico viejo y todos le abrieron campo. Vio cómo dos colegas suyos  sujetaban al niño para que no se cayera de la cama.

– Preparen la sala de cirugías.

Aurora empezó a llorar. Se movía tan violentamente como su hijo, pero las dos enfermeras la repelían. Saboreaba el salobre sabor de las lágrimas en sus labios. Veía a su hijo desde unos pocos metros de distancia. ¿Por qué no lo dejaban morir junto a ella? Sólo quería verlo y sentir su cabello por última vez en la nuca como cuando lo acurrucaba para dormirlo. Estaba tan cerca.

Benito paró de moverse bruscamente. El doctor Patterson le midió el pulso en su garganta. Dio un largo suspiro.

– Está estable.

El niño abrió los ojos tímidamente y se fue incorporando, poco a poco, en la cama. Las enfermeras soltaron a Aurora y ella salió corriendo. Besó a su hijo y lo abrazó profundamente. Ahora ella le dejó un parchón en la camisa, pero esta vez el parchón era de lágrimas.

– Mamá, ¿dónde estamos?

Los médicos le dijeron que Benito no era alérgico al Voltax, simplemente no entendían el por qué de su reacción. Después de que lo pasaron a un cuarto, Aurora aprovechó un momento en que nadie atendía a Benito para llevárselo. Temía que el personal del hospital la fuera a entregar a las autoridades por haber amenazado con matarse para que atendieran a su hijo. Quitó con cuidado la aguja intravenosa, robó la cobija para tapar a Benito y salió furtivamente. Entró al ascensor y decidió que era mejor salir por el parqueo para evitar la recepción del hospital.

Cruzó el parqueo con su hijo montado en su espalda. Vio cómo ahora las personas que mendigaban en las afueras del vestíbulo del hospital habían improvisado un campamento con bolsas de basura y cartones. Benito había caído en un sueño profundo, escuchaba su respiración detrás de ella. Salió de las instalaciones y se montó en el primer bus que los llevara al centro comercial: Benito y ella tenían que comer.

A partir de ese día, a Aurora la invadía un pánico inmenso cuando veía a Benito coger un sándwich mordisqueado de una bandeja recién abandonada. Lo veía moverse ágilmente entre las mesas para que los conserjes no tuvieran tiempo de botar los restos de comida a la basura. Sólo le quedaba distraerse tratando de buscar la mitad de una hamburguesa que alguien hubiera dejado, o toparse con suerte y encontrar una entera.

Liber AL vel Legis

«El Arte es largo, el Tiempo es corto».

Charles Baudelaire – Las Flores del Mal.

 

¿Cuánto daría tu dios por tu alma? ¿Cuál es tu precio? Dímelo. Yo te lo pagaré doble. Deja toda tu vida atrás, no importa, te invito a conocer mundos que sólo conocerás a través de mí, que sólo los sentirás gracias a mí.

Olvida todo lo que sabes, ahora seré tu profesor: aprenderás a gritar de alegría, a sólo hacer lo que quieras, a retorcerte de amor. No te prometo la felicidad, pero sí el placer. Elevaras todos tus instintos hasta que explotes de orgasmos insoportables, volverás a conocerte a través de mi tacto, de mi cuerpo.

Te daré un gramo de eternidad para que lo inhales, los disfrutes, lo sufras; sentirás todo el universo en tu ser, te sentirás poderosa, capaz de orquestar tormentas que destruyan pueblos enteros. Sólo advierto que te volverás adicta, no lo puedo ocultar. Tu inconsciente se librará de su yugo y será libre, tu corazón se convertirá en un océano indomable con fieras aullando de pasión.

Te invito a unirte con mi alma, a fusionarnos para ser uno solo, para ser infinitos, para reír y llorar, para gemir en la cama del sol, para ser alfa y omega. Te juro que serás mi universo, mi diosa, mi musa; te rendiré culto en el altar de tu cuerpo, tus ojos se volverán mi brújula, mi música será tu aliento de ritmo perfecto. Tu aroma se convertirá en mi hostia, mi ayahuasca.

Exhala por última vez y sumérgete en mí; te ruego que disfrutes esta suprema tentación. Firma este pacto, mi oferta es única e irrevocable, encontrarás en él todo lo que deseas, nunca te arrepentirás, fírmalo con el tibio ardor de un beso. Véndeme tu alma y nunca vuelvas a mirar atrás.

Pop Porn

“La lucha por la vida es la ley de la existencia

pero los modernos filirenistas, especialmente el zar

y el rey de Inglaterra, han inventado el arbitraje”.

James Joyce – Ulises.

No le importó que McDonald’s iba a dar una dosis de Prozac en la cajita feliz y se fue de la agencia. En dos días, se había hecho inmune a las bebidas energéticas; su corazón había perdido la apariencia de toro rojo para convertirse en una batería oxidada llena de ácido. La aplicación de unos cuantos miligramos de sueño le permitirían terminar la campaña en la mañana del día siguiente y entregarla en la tarde. La publicidad es tiempo y espacio.

Salió de la agencia y recordó que la libertad es líquida: quedó atrapado en una presa de carros. Pensó aprovechar la presa para idear el copy de la campaña, esa frase que todos los niños le dirían a sus madres cada vez que vieran la “M” dorada. Pero fue inútil, el sueño le bloqueaba todo su cuerpo; le costaba trabajo escuchar las bocinas de los demás carros y su pierna temblaba al pisar el acelerador. Las bocinas le empezaron a sonar como coros que repetían un mismo verso:

“No hay salida,

ni hay perdón.

Damián Quirós,

eres un perdedor”.

El eco del coro mecanizado siguió resonando en su cabeza hasta que llegó a su apartamento. Damián empezó a buscar a su gata pero no la encontró. Se preocupó porque seguramente no le había dado de comer en esos dos días sin sueño, pero luego se imaginó a Umma supliendo sus necesidades alimentarias con los hamsters de la molesta hija de su molesta vecina. Eran las nueve y trece minutos de la noche, lo que significaba que tendría un tiempo aceptable para descansar y despertarse a las siete.

Dándose cuenta que los intestinos son los acérrimos enemigos de Morfeo, fue rápidamente al baño para evacuar su día. Con prisa se bajó los pantalones y sintió el instantáneo frío del inodoro en sus nalgas. Cerró los ojos como de costumbre.

Era casi narcótico sentir que lo inservible salía del cuerpo: lo inútil cae en el agua, luego pasa a la cañería y se olvida para siempre. Su filosofía giraba en torno a una única idea: “Cagar es eficiencia”.

Cuando terminó su labor, se subió los pantalones y jaló la cadena. Empezó a lavarse los dientes, sintiendo que el olor residual de su divina gracia se colaba en su boca. De repente, el inodoro empezó a emitir un ruido gutural.

Damián escupió todo en el lavatorio y fue a revisar. Abrió la taza del inodoro y se percató que un guante amarillo nadaba en el agua. Retrocedió con pánico, resbaló con las cortinas de la ducha y cayó en ella.

El guante amarillo salió de la taza del inodoro a la superficie, dejando ver un brazo con una manga blanca con rayas rojas. Otro guante amarillo salió, permitiendo ver otro brazo con la misma vestimenta. Damián pensó que esa visión era producto de su fatiga, no tenía otra explicación sensata. ¿Cómo un payaso con pelo rojo, traje amarillo, mangas blancas con rayas rojas y grandes botas rojas podía salir de un inodoro?

El payaso salió del inodoro sin ningún problema como si fuera de hule, solamente destilaba agua. Caminó hasta el armario que se encontraba a la par del lavatorio y lo abrió, tomando un paño; luego, bajó la tasa del inodoro, se sentó y empezó a secarse. Observó a Damián en el suelo de la ducha y le lanzó una enorme sonrisa roja.

– Maldita sea, es Ronald McDonald.

Siguió secándose con esmero, su cabello mojado era de un rojo menstrual que le causó mucha repugnancia a Damián. Habiéndose secado parcialmente, el payaso se levantó y le extendió alegremente la mano a Damián.

– Hola, ¿cómo has estado? –dijo Ronald con una voz juguetona mientras le ayudaba a ponerse de pie.

– Es el sueño.

– No, no, he venido aquí para pedirte ayuda. Soy …

– Sé quien es usted. Estoy en medio de una campaña para la maldita cajita feliz –dijo Damián-. Lo siento, pero tiene que irse. Tengo que dormir.

-No lo haré –A Ronald no le gustó la actitud que tomó Damián-. Tienes que venir conmigo a mi hogar. Es urgente.

-¿Qué?

De un bolsillo, Ronald sacó una pistola y le apuntó a Damián.

-No me iré si no vienes conmigo.

– ¡Un momento! ¡Yo no quepo en el inodoro! –dijo Damián entrando en pánico.

Ronald McDonald sacó de su bolsillo una pastilla roja y amarilla, con la famosa “M” en el centro, y se la dio a Damián.

-Es un supositorio.

– No, no …

-Es la única forma, amigo.

– Pero, ¿cómo va a hacer que yo llegue a …

-¡Métetelo ya! –gritó Ronald agudamente.

-¿Me podría dar un poco de privacidad?

Al ver el cañón de la pistola tan cerca de su frente, Damián se bajó los pantalones, recordando luchas épicas que habían tenido él y su madre hace muchos años. Poniendo en práctica el procedimiento que había hecho hace algunos minutos, sólo que al revés, sintió al invasor reptar por su recto y subir por sus intestinos hasta que no lo percibió. Seguidamente, su mundo se apagó súbitamente, siendo su último recuerdo Ronald McDonald guardando su pistola.

Despertó encima de una mesa. Se levantó y se percató que se encontraba en un restaurante McDonald’s. Ronald se encontraba, ya con ropa seca, sentado en la mesa contigua.

– Pensé que nunca te ibas a levantar, amigo.

– ¿Dónde diablos estoy?

– En el Mundo McDonald’s.

– Quiero volver, por favor.

– No lo harás, por lo menos hasta que me ayudes.

Damián estaba mareado, por lo que intentó levantarse sin lograrlo. Ronald saltó y lo ayudó a recobrarse.

-Amigo, te voy a llevar a mi restaurante favorito. Podremos darle un vistazo al Mundo McDonald’s.

– Ya que estoy aquí, dígame Damián –dijo el publicista no creyendo su situación.

Salieron de ese restaurante. Damián se recuperó inmediatamente gracias al sobresalto que sintió al ver cómo era ese mundo: miles de restaurantes McDonald puestos en fila hasta dónde alcanzaba la vista. Mientras caminaban, sólo se percibía una orgía de rojo y amarillo por doquier. Cada restaurante era un poco diferente a los demás, ya fuera por la fachada o por cómo estuviera distribuido por dentro; sin embargo, todos exhibían la misma gran “M” dorada por fuera. Ronald sonreía alegremente.

–  Bello, ¿no?

Ronald guió a Damián hacia un restaurante un poco más grande que sus vecinos. Entraron y tomaron asiento en una mesa el uno frente al otro.

– Te traje aquí porque en cada cajita feliz vendrá, además del divertido juguete, una pastilla de Prozac.

– Yo sé. Estoy trabajando en la campaña de lanzamiento.

Del mostrador llegó una pajarita de gran estatura. Llevaba una bandeja con un Big Mac y unas papas.

– Aquí está lo que pidió para nuestro invitado, maestro.

Dejó la bandeja y se fue hacia la cocina, ubicada detrás del mostrador.

– ¿Maestro?

– En este mundo me llamo Sócrates.

– ¿Cómo es que …

– Debes de estar hambriento por el viaje, ¿no? Come, es para ti.

Damián, sin entender mucho, se llevó a la boca una papa y sintió que estaba comiendo un pedazo del Paraíso. Ninguna comida en su vida había tenido tanto sabor como esa papa. Probó otra y sintió el mismo éxtasis. Mientras tanto, Ronald McDonald sonreía con placer.

– La empresa McDonald’s está implementando el Prozac para que los niños me olviden.

Damián se detuvo un momento, pero siguió comiendo; ahora sentía los orgásmicos placeres del Big Mac en su paladar.

– ¿Y por qué la empresa quiere que lo olviden? –preguntó Damián con la boca llena-. Pensaba que el Prozac era para combatir la hiperactividad de los niños.

– He tenido muchas disputas con la presidencia –dijo Ronald conservando su voz aguda pero con tono trágico-. Parece que esta es su estocada final. Por eso, te voy a pedir un gran favor.

– ¿Cuál? – Damián tenía una masa de placer en su boca.

– No entregarás tu propuesta de campaña mañana.

– No puedo –dijo Damián terminando de tragar un buen pedazo de hamburguesa-. La agencia está promoviendo una nueva política de competencia entre empleados. Es decir, mi propuesta de campaña va a competir contra la de otra persona. Al final eligen la mejor. De todos modos, ¿de qué va a servir que no entregue mi propuesta?

– McDonald’s no va a implementar esa medida sin una buena tajada de publicidad.

– Igual, hay miles de agencias –dijo Damián dándole un gran mordisco al Big Mac-. Cualquiera podría desarrollar la campaña.

– Yo puedo ser muy persuasivo –expresó Ronald con alegría-. Trabajo poco a poco. ¿Quién es tu competidor en la agencia?

– Un nuevo creativo que contrataron hace como mes y medio, creo que se llama Ricardo Quesada.

– Entonces, ¿me vas a ayudar?

– No puedo. Si no la entrego, me voy a meter en problemas con el encargado de la cuenta y puedo hasta perder mi trabajo. Le recomendaría contratar a otra agencia para hacer la contra campaña –Damián terminó de comer toda su comida, agarró una servilleta y se limpió-. Por cierto, ¿puedo pedir más?

Ronald McDonald se acercó a Damián con una sonrisa desafiante.

– Traté de ser lo más amable posible …

– Bueno, vine amenazado con una pistola – interrumpió Damián.

– Es el juguete de este mes en la cajita feliz –dijo Ronald con furia-. No quería llegar a esto pero no me queda de otra: si entregas la propuesta de campaña mañana, morirás envenenado.

– ¿Cómo? – preguntó Damián pensando que estaba recibiendo una amenaza hueca.

– Toda la comida de McDonald’s es venenosa, y sólo tiene un único antídoto: la gaseosa. Si prometes no entregar la propuesta, te daré el vaso de Coca-Cola que faltaba en el combo que te acabas de comer.

-¡Es mentira!

– Piénsalo bien. ¿Has comido alguna vez en un restaurante sin tomar una refrescante gaseosa?

Damián se tiró hacia el mostrador, saltó y fue directo hacia el dispensador de refrescos. Cogió un vaso de una pila de vasos que estaba a la par y presionó el gatillo del dispensador con toda su fuerza. Empero, no salió nada.

– Esta vacío, Damián – dijo Ronald desde la mesa-. Yo tengo la llave que lo abre. Por cierto, el veneno tarda tres minutos en hacer efecto.

Damián volvió a saltar el mostrador y se dirigió a la puerta más cercana. Trató de abrirla pero no lo logró. Empezó a darle patadas pero no cedía. Observó otra puerta al lado contrario, corrió hasta ella, para tomar fuerza e impulso, y se abalanzó con todo su cuerpo; sin embargo, no dio resultado.

– El cierre eléctrico es un gran paso para la humanidad, ¿no? –dijo Ronald mientras reía.

Damián se dirigió a la mesa y se hincó ante Ronald McDonald.

– Por favor, por favor –suplicó con demencia-. No puedo perder mi trabajo.

– Puedes buscar una buena excusa.

– No sabe cuánto me costó conseguirlo, tuve que ser pasante por seis meses, no me pagaron, pasé hambre … ¿De qué va a servir que no entregue mi propuesta?

– El tiempo es como la muerte, sólo pasa.

Damián se agarró su pelo, queriendo comprobar que ninguna Dalila le había quitado su fuerza. Se levantó y le lanzó un gancho directo a la mejilla derecha de Ronald McDonald. Este se desplomó sobre la mesa, impactando su nariz contra ella. Damián cayó al suelo, sintiendo que no podía respirar, que no se podía mover.

Ronald se incorporó con un poco de sangre en su nariz; pero se mostraba alegre, como si no hubiera recibido el golpe. Tomó la servilleta sucia que había dejado Damián en su bandeja y se limpió.

– Ahí lo tienes, amigo –dijo-. ¿Sientes esas cosquillas? Es el veneno bloqueando tus neuronas.

– Esto es … esto es un sueño –exclamó Damián entrecortadamente.

-Si mueres en un sueño, mueres en la vida real. ¡Es lógica pura!

Damián dejó de sentir sus piernas, luego sus brazos, luego todo su cuerpo. Sólo podía percatarse de la presencia de su cabeza, como si hubiera sido amputada y estuviera flotando.

– Está bien … ¡acepto!

Ronald McDonald brincó hasta el dispensador de refrescos, insertó una llave en un costado de este, tomó un vaso, le puso hielo y sirvió Coca-Cola. Mientras tanto, Damián convulsionaba en el suelo. Ronald llegó hasta él y le dio un largo trago del preciado antídoto negro. Las burbujas que sintió Damián bajar por su garganta vitalizaron inmediatamente todo su cuerpo.

– El libre albedrío consiste en elegir entre una Coca-Cola o una Pepsi –expresó Ronald McDonald mientras lo ayudaba a levantarse.

Al ponerse de pie, Damián se tomó todo el vaso de un trago. Ronald sacó un largo contrato de su bolsillo y le extendió un lapicero a Damián. Este nada más firmó, sin leer nada.

– Prometo que contactaré a tu compañero, a Ricardo Quesada para convencerlo de no entregar su propuesta.

– Y a todas las agencias que les ofrezcan la campaña – recomendó Damián de manera fatigada.

– Tenemos que volver a tu casa – informó Ronald quién mostraba la misma sonrisa roja de cuándo estaba sentado en el inodoro de Damián secándose.

– Si tengo que meterme un Big Mac por el culo, lo hago; nada más regresemos, por favor.

– Tranquilo, no hace falta –dijo el payaso en tono paternal-. Para irte, tienes que tomarte una pastilla.

Inmediatamente, Ronald McDonald le dio a Damián una pastilla igual a la que había entrado por detrás suyo, este se la tragó con sólo su saliva y vio todo desvanecerse.

Damián se despertó en el suelo de su ducha. Se levantó y abrió la tapa de su inodoro: todo estaba normal, sólo había agua. Se fijó en su reloj y se dio cuenta que eran las diez de la mañana.

Salió de su casa apresuradamente, encendió su carro y se fue hacia la agencia. Había firmado el contrato con Ronald McDonald, pero tenía que entregarle algo al encargado de la cuenta, aunque no fuera viable. Después de todo, siempre había interpretado a Poncio Pilatos cuando estaba en la escuela; así, todo recaería en su compañero, en Ricardo Quesada, y él sólo se lavaría las manos.

Entró a la agencia, fue a su cubículo y encendió su computadora. Tenía que entregar todo en la tarde, pero ya sabía cuál sería su copy:

“Vete al diablo, Vladimir Propp”.

Cabeza-Monitor

Mi cabeza es un kamikaze